28 de noviembre de 2010

Réquiem

Antonio García Funes
José Luís Rodríguez trabaja como enterrador. Un día, con un ataúd al hombro, entra en la cárcel para recoger el cuerpo de un condenado a muerte. Allí se encuentra con Amadeo, un entrañable viejecito que resulta ser el verdugo. Como el vejete teme perder el tranvía,  los operarios de la funeraria se ofrecen para acercarlo a la parada, y con las prisas, aquél olvida en el furgón funerario el siniestro maletín que contiene los aperos de su particular oficio. Para devolvérselo, José Luis, a contrapelo, va a su casa y ¡sorpresa! La bella hija del verdugo es quien abre la puerta…

El verdugo de Berlanga es un cuadro costumbrista de la gris España franquista y, desde luego, un feroz alegato contra la pena de muerte. Pero también es mucho más que eso.  A través de esa especie de realismo existencial tan cervantino, tan nuestro, el cineasta nos ofrece, con humor negro y mordaz, la visión de una vida que nos sonríe desdentada.

La película trata un asunto absolutamente moderno: la historia de un hombre que se convierte en aquello que no quiere ser.

Para hacerse con un piso - ¡qué premonitorio, ya en 1963! -, el protagonista renuncia a todos sus sueños e ilusiones. Poco a poco, pusilánime y sin voluntad, lo vemos menguar ante su mujer, ante su suegro, ante los edificios institucionales, ante la guardia civil… Persuadido, arrastrado y engullido por el entorno, este don Nadie se convierte finalmente en verdugo. ¿Pero verdugo de quién?

Consumada ya su primera ejecución, -el error deviene castigo-José Luís exclama atormentado: “No lo haré más”. La última palada de cinismo sobre un hombre que se ejecuta y sepulta a sí mismo.

21 de noviembre de 2010

La fuerza del no

Pablo Antón Pascual
Corren tiempos difíciles. Nos precipitamos por nuestras vidas presos de unas prisas que nos engullen sin masticar, pendientes de un mañana que parece que no llega si no es para convertirse en ayer. Jamás nos detenemos a mirar a los lados porque nos ciega la nada futura. Y nos dejamos llevar. Lo consentimos y lo aceptamos casi sin rechistar.

El asunto no tendría importancia si un hombre llamado Herman Melville no hubiera escrito Bartleby, el escribiente.
  
Bartleby es un oficinista gris, pero gris oscuro. Alguien a quien nos cruzaríamos por la calle sin percatarnos de su existencia. Es ese compañero –ese conocido– del que no nos interesa absolutamente nada. Así opina el narrador, que fue jefe de Bartleby y nos confiesa que no conoce al protagonista de la novela que está escribiendo, mientras, en la primera página, consigue despertar en el lector la admiración y expectación más grandes que se hayan sentido por un don Nadie.
  
Este ser ínfimo, cuya vida parece tener sentido únicamente en el desempeño de su oficio, llega incluso a instalarse, a alojarse, en la oficina donde trabaja con una  pulcritud extrema.
  
Pero, un buen día, Bartleby recibe una orden y contesta: “Preferiría no hacerlo”.  Y no lo hace. 

Ese día se detuvo el tiempo. Desde entonces, la literatura, la vida y la humanidad ya no serían los mismos. Y así nació el siglo XXI. En 1856.




     
 

15 de noviembre de 2010

En estos días de Miguel Hernández, un recuerdo a Simone Weil

Enrique López Hijano
 Si quieres saber qué es un héroe griego, lee a Miguel Hernández, que soñó con ser campesino como Ulises soñó con engañar a Palamedes, o a Simone Weil, obrera en su quehacer y mística en su ensimismamiento, como Casandra con los ojos llenos de lágrimas encendidas de Troya (agradezco a Laura Conesa la imagen).
   
Lee Hijo de la luz y de la sombra y creerás estar leyendo a un Hesíodo renacido, creerás estar asistiendo a la fundación del lenguaje, concebido por primera vez para expresar la potencia esencial del primer encuentro amoroso. La naturaleza arroyando a dos cuerpos, confundiéndolos en un solo río: Urano y Gea unidos en su cosmos erótico.

Lo más sobrecogedor de este tríptico, de este poema en tres tiempos, es la sensación acuciante de que las palabras convocadas lo han sido por primera vez: nunca fueron antes pensadas por nadie, nunca enunciadas, nunca pronunciadas. Son, en suma, sagradas. El poema, la celebración, las ha propiciado. Lo dicho por primera vez, si se repite, se convierte en rito. Miguel Hernández es, por tanto, el héroe del amor porque es capaz de llevar el amor a cuestas a través de una vida que es un hermoso penar tan moribundo.
   
Lee La fuente griega. Asistirás a una lectura conmovedora donde el ser más desvalido de la tierra, la enferma Weil, eleva su razón y atiza al dolor entero de la humanidad y lo carga a su espaldas.  Para Weil no hay distancias entre el Cristianismo y la tragedia griega porque comparten cometido: salvar la dignidad del hombre de la fuerza que reduce al hombre a objeto.
   
Cuando pienso en Weil y Hernández no puedo dejar de recordar que  hay un héroe que, como ellos, perdió todas las tristes guerras y que, al final, supo en qué guerra merecía la pena ofrecer resistencia. Me refiero a Filoctetes, quien, abandonado por los grandes de Grecia camino de Troya porque el olor de su herida era nauseabundo e insoportable, soportó la ignominia de verse excluido de la comunidad de los suyos hasta el punto de que, cuando pudo, ya no quiso renunciar a su pestilente herida. Sencillamente su irrenunciable ejemplo recordaba a los demás hasta qué punto el hombre sólo lo es en la medida en que se respeta su dignidad. Eso es lo que enseñan Weil con su compasión, Hernández con su amor y Filoctetes con su herida.      
     

10 de noviembre de 2010

La sombra de un instante


Teresa Esmatges
Las buenas fotografías son mi debilidad. Las contemplo sin prisa, deleitándome en los detalles, dejo que sean ellas las que me cuenten pausadamente sus más íntimos secretos, las historias que hay detrás y la habilidad que ha tenido el fotógrafo para pasar desapercibido. Inhalo el arte del instante, escenas irrepetibles que transcurren en una milésima de segundo, saboreo la captura de un gesto que no se repetirá jamás, escucho el astuto clic que detiene el paso del tiempo y me transporta a una realidad distinta, donde reina el silencio, el mundo de las no palabras, repleta de una fuerza enigmática que activa todos mis sentidos.

En primer plano, una mujer sin edad en cuclillas lava a una joven subsahariana, enferma de sida. La chica, en bragas, está de pie dentro de un barreño de agua, con el cuerpo frágil y enjuto, ligeramente curvado.

Las manos que se apoyan sobre sus rodillas, parece que le proporcionen el equilibrio suficiente para poder mantener la posición vertical.

Apenas pueden distinguirse sus caras. Se encuentran en una semipenumbra cálida y dulzona. Un sol de media tarde se filtra a través de una puerta que se intuye abierta delante de las dos figuras y que proyecta en un segundo plano otra imagen de la misma escena.

Sobre el oscuro fondo se dibuja un cuadro blanco perfecto, donde la sombra en negro es la protagonista.

La silueta de la joven está perfectamente delimitada, no tiene volumen, ni movimiento, ni vida. Da la impresión que sea el positivo de una radiografía colgado en una pared. La cabeza se apuntala en el marco del lienzo ficticio, porque el enclenque y cansado cuerpo ya no la puede sostener.

Cuál sombras chinescas, la verdad y la ficción se confunden, ¿qué es lo más real de la imagen?, lo que se ve o lo que proyecta.

La fotografía me hipnotiza hasta el punto de inquietarme y no puedo dejar de pensar que cuando se cierre esa puerta y no entre la luz, la joven se desplomará bruscamente a la vez que desaparezca su sombra.


Fotografía de Gideon Mendel

7 de noviembre de 2010

El remate

Antonio G. Funes
Hace unos días me lesioné jugando al fútbol. No era día trece, pero para mí como si lo hubiera sido. A la hora del patio el equipo de profesores –del que me declaro orgulloso integrante- se enfrentaba a un hueso duro de roer cuya sola mención provoca pavor: “los de segundo de bachi”. Transcurría el minuto 25 de partido y el final estaba cerca. ¡Y de qué manera, sobre todo para mí!

Mi licenciada escuadra perdía por un injusto uno a cero, así que abandoné mi usual posición defensiva y me lancé al ataque sin pensar en las consecuencias. A pecho descubierto me clavé en las líneas enemigas como una saeta. (Aunque para saeta de verdad la que entonaría poco después con quejumbrosos quejidos de cantante flamenco aplastado por un tranvía).

Durante un par de minutos me transformé en un animal, en un depredador. Los perplejos ojos de los defensas contrarios apenas percibían el oscuro halo que mi barba dejaba tras de sí y entonces… llegó mi oportunidad. Recortado contra el cielo azul, un balón alto dibujaba una suave parábola. Yo salté hacia él como un majestuoso felino, pero el aterrizaje porcino que le siguió inmediatamente me hizo descender de golpe varios escalones en la familia animal.

Lo que pasó después me lo han contado. Recuerdo confusamente que el público asistente, integrado en su totalidad por estudiantes, estalló en risas y aplausos. Debo añadir en su defensa que, en medio de mi dolor, también recibí muestras de apoyo con preguntas del tipo: ¿Se aplaza el examen del jueves?

El final es una rápida aposición: hospital sin aparcamiento, cola en ventanilla, larga espera, breve visita, muletas. Total, que llevo varios días encerrado en casa practicando elegantes posturas de ave zancuda.

3 de noviembre de 2010

La desnudez

Laura Conesa
Tengo una afición curiosa, sinestésica y tal vez indiscreta: asociar obras de música a las personas más cercanas. El lenguaje tiene sus límites expresivos y lo que siento siempre se desborda de su cauce. Esta forma de escucha y mirada al otro te permite sentir, realmente, sin etiquetar, sin acotar, sin juzgar, y no obedecer las leyes, normas y reglas que gobiernan el disparate de la sociedad (y el lugar que nos ha obligado a escoger) y el mundo consensuado.

No es fácil dar en el clavo. Para eso se necesita conocer la esencia profunda del ser, la vibración de su barco, lo más oscuro que no es oscuridad sino claridad, su hueco. No se trata de asociar una canción triste a una persona que consideremos melancólica o una canción intensa a una persona “intensa”, no es la letra, no es la melodía, no es el ritmo: sería un mimetismo trivial.

Yo encontré mi obra años atrás. Es el concierto para violonchelo Op. 85 de Edward Elgar (1857-1934) interpretado por Jacqueline du Pré, su última obra orquestal, compuesta justo después de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial y el fallecimiento de su esposa.

Al escucharla tengo la sensación de estar en casa, de transportarme a mi centro, mi caos, mi soplo interior que intuyo siempre irracionalmente. Me penetra, estalla, quiebra el eje y lo recompone para mi descanso. Me busca dentro del alma y mi alma la busca a ella, para echarse a la sombra de su árbol, para reconstruirla, para respirar, para vivir. Reconstruye porque sentir/comulgar una obra, es crearla.

Pues bien: una vez se encuentra, se regala. Para mí, un regalo más allá de cualquier palabra o regalo tangible. Es compartir lo callado y lo salvo, la ternura y la desesperación.