27 de febrero de 2011

De dioses y hombres

Enrique López Hijano
En la película de Xavier Beauvois De dioses y hombres (Francia, 2010) bajo un cielo sencillo, tocado sin intención alguna por los picos romos del Atlas, vive una comunidad de hombres. Profesan la fe que cada uno ha heredado, tal cual heredan los árboles el suelo del que emergen. Uno es un sanitario asmático que ayuda a los que enferman. Otro, de cara dulce y trillada por los años, comparte con el sarmiento una geografía propicia a la caricia que ha de dejar recuerdo en la mano. Dos de ellos son jóvenes, vigorosos en el miedo y en la valentía. Junto con otros cuatro, ya viejos, componen la comunidad cristiana que vive en armonía con sus vecinos musulmanes. Les une la fe de haber encontrado el sentido a todas las cosas: la sencillez del cielo, la altura de las montañas y la penalidad de llevarse el pan a la boca.

En la película de Xavier Beauvois contemplaréis el desleírse de los días en los días venideros y la continua acción del bien, de la bondad de los hombres con otros hombres hasta la irrupción apabullante, sin que sea llamado ni comprendido, sin que requiera explicación, del mal.

Lo que más impresión me causó fue que la construcción y el devenir del film coincida, respiración por respiración, con la construcción y gestación del bien: el bien es una obra costosa que requiere de un esfuerzo continuo y consciente. El bien es un trabajo. El mal, sin embargo, es una urgencia: no se entra en sus causas históricas o psicológicas. Para qué hacerlo si su característica es precisamente esa: ser un látigo ciego y psicópata.

Los vecinos departen con el prior sobre la inconmensurable desgracia que ha acaecido lejos del pueblo, en la ciudad. En un autobús han matado a una muchacha. La puñalada le entró en el corazón. Al parecer no llevaba pañuelo en la cabeza. Los hombres de la comunidad se comprometen a rezar por ella…y rezan. Y asistimos al rezo, porque el rezo es el trabajo de la comunidad y el bien requiere el tiempo que dura la película. Y asistimos al trabajo cotidiano tras la desgracia…a más asesinatos, a la fortaleza ante el miedo y a la fuerza de existir, que diría Spinoza.

No sé si tiene o no sentido hablar del bien y del mal hoy en día. Beauvois no lo hace, por supuesto. Pero a mí me resultan términos cómodos. ¿A vosotros no? Cuando la película está a punto de acabar una bruma se traga en una mañana blanca a los religiosos acompañados por sus sicarios. El caminito bellísimo es ajeno a todo sufrimiento y a mí no me quedo ninguna tristeza que compartir con vosotros, sino más bien la alegría de teneros ahora en mi compañía…será que de eso iba la película.



19 de febrero de 2011

Cajero automático

Teresa Esmatges
De camino al restaurante, vi el neón de un cajero automático y entré. Me venía de perlas, pues sólo tenía dos míseros euros.
   Introduje mi dinero de plástico para sacar un par de billetes de 20. Presionaba la pantalla táctil, siempre lo mismo: cantidad pit, sacar dinero pit, número secreto pit pit pit pit. Cuando tenía mi mano en la ranura para retirar la tarjeta, un sonido reclamó mi atención.
   Una pastilla azul con letras blancas anunciaba: lo siento, no te puedo dar dinero, pero puedes escoger una de estas tres opciones: consejo, Inspiración, oráculo.
   Tardé en reaccionar. ¡La máquina me estaba contando algo! Había recuperado mi tarjeta y podía largarme, pero quería seguir adelante.
   Me perturban los oráculos, aunque no crea en ellos. La inspiración, ¿para qué?, esta noche sólo quiero diversión. Así que un consejo nunca viene mal, siempre puedo no hacerle caso.
   CONSEJO ¡gling!
   Estás de suerte, has sido la única que te has quedado a dialogar conmigo, es muy dura la vida de un cajero automático y por eso te concedo las tres opciones. Te aconsejo que si quieres dinero te busques a otro, te inspiro la historia sobre lo nuestro y el oráculo es la opción imposible, pero me gustaría decirte que volverás. Gracias por tu generosidad. Tienes unos dedos magníficos.
   No pude más que sonreír, lo acaricié, me dedicó un recital de luces y sonidos. Decidí que aquella noche no necesitaba dinero, lo iba a pagar todo con tarjeta.

12 de febrero de 2011

La sangre de la tierra




 En la parte occidental de la Rioja, entre Nájera y Cenicero, se encuentra Uruñuela, la tierra donde han crecido las bodegas Martínez Corta. Tras una noche típicamente riojana, con buenas tapas y mejores vinos, una lluviosa mañana casi de nieve, tuvimos la suerte de comulgar en su templo. Hasta allí nos llevó la guía Peñín, al otorgar cuatro o cinco estrellas (el máximo) en la relación calidad/precio a la mayoría de sus vinos.

La visita es gratuita e incluye la degustación. Pero el azar quiso que coincidiéramos con unos achispados catadores norteamericanos de otra guía gastronómica, la Parker, que merecerían un dulcesprendas aparte. Y entonces salió a relucir el apellido, mote en realidad, que incluye el nombre de la bodega: ‘Corta’ viene de un antiguo oficio de la familia, el de carnicero, que siguen practicando artesanalmente. Así que aquella turbia mañana de enero de pronto nos encontramos en el centro del paraíso, entre vinos, chorizos, chuletas de cordero y morcillas a la brasa... elaborados todos por los Martínez Corta. Sancho Panza habría cambiado alegremente su ínsula (y hasta su rucio, diría yo) por el agasajo que recibimos allí. Ulises habría olvidado a Penélope.

Cepas antiguas es un tinto joven, un vino para beber a diario, con toques de frutas rojas, que tiene casi la personalidad de un crianza (2,5 €). Pero es en el Martínez Corta de Crianza (unos 4 €) donde aparece el roble de las barricas siempre limpias y de primera mano (¿alguien dijo que el vino se cría mejor entre polvo y telarañas?). El Tinto Reserva es exquisito para cualquier comida de carnes rojas o de lo que a uno le apetezca. Pero merece mención especial el Soros, una colección de vinos de autor (con barrica, que añade al tempranillo otras uvas como graciano o garnacha). También tienen un vino blanco con unas peculiares notas de piña... Y efectivamente, los precios de estos caldos excelentes son perfectos para cualquier época, aunque no estuviéramos en crisis.

Elaborar un producto como el morapio es más que “montar una fábrica de vinos” (Martínez Jr. dixit). Es mimar tus cepas durante décadas, es cuidar del líquido elemento cada día, es tener las manos teñidas de púrpura, es ser vino. Y, como la obra siempre termina pareciéndose al artista, unos vinos así sólo pueden salir del esfuerzo y la dedicación de generaciones de bellísimas personas como las que nos brindaron una jornada inolvidable: los Martínez Corta.