Teresa Esmatges |
Tengo la memoria intacta para el olor del mar, el rumor del viento caliente o la gris humedad sobre mis huesos. Me basta con cerrar los ojos, que es como abrirlos, y todo vive todavía. Lo que quiero está conmigo y respiro con calma.
Puedo notar en mis muslos la tibieza que desprende mi gato dormido y en la mejilla la lengua ansiosa de mi perro.
Puedo sentir a mi lado la calidez de los cuerpos que un día fueron amados, que colmaron de gozo mi piel y la llenaron de nombres.
Puedo saborear el gusto dulzón o amargo de antiguos besos y diferenciar los ardores de cada una de sus bocas.
Puedo sumergir mis pies en el agua fresca de un río y percibir el delicioso escalofrío que me hace ser naturaleza.
Sin abrir los ojos puedo mirar la noche, respirando sus estrellas y oir la suave melodía de una guitarra amiga e imperfecta. La música fluye desde dentro y dejo que me proteja.
Poco a poco se hace menos importante lo que alguna vez debió haber sido decisivo. He dejado de preguntarme. Alguna vez quise saber dónde estaba y quién era, después cuánto me quedaba y finalmente cuándo empezó todo.
Oigo a alguien que me pregunta cómo estoy y yo, abatido, encogido y con lágrimas en los ojos no puedo recordar la palabra exacta para expresar cómo me siento en su mundo. Forma parte del vocabulario de todas esas personas con nombre y apellidos a las no puedo reconocer ni nombrar. Es la otra realidad, la de los ojos abiertos, la del viejecito pacífico en una extrañísima silla con ruedas, al que lo visitan personas sonrientes y movedizas que le hablan con cariñosa agresividad, hijos o nietos tal vez. Tienen su risa, su música, sus problemas. Tampoco saben lo que quieren, pero aún no se han enterado.