22 de diciembre de 2010

Malos tiempos para la primavera

Clerks es la comedia de una generación. No sé si es una generación perdida, engañada o despistada, pero es mi generación. Somos los que crecimos con Epi y Blas y con La guerra de las galaxias... y una vez le vimos un pecho a Sabrina en la televisión.
    
Y, como el que no quiere la cosa, llegó 1994. Kevin Smith, que apenas contaba 24 años, se propuso hacer una película. Reunió dinero agotando el crédito de varias tarjetas, dilapidando los ahorros que sus padres habían previsto para sus estudios universitarios y, lo más trágico, empeñando sus cómics.
    
El film relata lo que sucede durante un día en que al protagonista le tocaba librar. Casi todo transcurre en un pequeño supermercado de esos que abren a todas horas, la misma tienda donde el propio Kevin Smith había trabajado como dependiente, mientras concebía el guión de Clerks. Desde su mostrador, radiografía a una serie de personajes variopintos –incluido el dependiente– que pasan por el establecimiento generando situaciones engarzadas con maestría.
    
Como sólo podía filmar en el local durante la noche (cuando no estaba abierto), decidió hacerlo en blanco y negro, para que no se notaran los matices de la luz del día. En las primeras escenas, la persiana se queda bajada por accidente, y asunto resuelto. Buscó actores noveles entre sus conocidos y familiares y en un casting de ir por casa. De modo que varios de los actores no actúan, son.
    
El rodaje costó cinco millones de pesetas (27.000 $ de los de entonces), menos que los derechos de la banda sonora en la que participarían grupos como Bad Religion o Soul Asylum. Sólo en Estados Unidos recaudó 3 millones de dólares. El mito cuenta que lo primero que hizo el novel director y productor con los beneficios fue recuperar sus cómics empeñados.
    
Ganó dinero arruinándose, tuvo éxito riéndose con el fracaso, habló de los buenos malos amigos, recalcó la importancia de los detalles, cantó a la libertad para equivocarse, convirtió en héroes a la gente de su barrio, hizo un clásico moderno. En su primera película logró que el número 37, “bola de nieve” y “hoy no me tocaba estar aquí” adquirieran un nuevo significado.
    
El mismísimo Aristóteles quedaría asombrado ante la unidad de esta película, cuya adaptación teatral resultaría fácil. La catarsis se produce a través de la risa. Y, sin embargo, Clerks nos plantea, mediante una combinación de diálogos ingeniosos, la verdad que cantaba otro gurú de nuestro tiempo: “Nos engañaron con la primavera”.

13 de diciembre de 2010

Una lectura de La Peste de Albert Camus


Enrique López Hijano
Me he preguntado muchas veces en qué consiste eso de ir leyendo. De ir siendo el escritor en su inocente devenir, es decir, de ser el lector. Me ha parecido siempre que vendría a ser un conjunto muy impreciso ─ como motas de polvo que luchan en un haz de luz, que diría Lucrecio ─ en el que se produce un intercambio de doble origen: el pensamiento del escritor y el pensamiento del lector. Las letras, antiguas como huesos de dinosaurio, hilvanadas en un corpus sintáctico, forman bellos esqueletos, que apenas sí dicen algo del cuerpo que sustentaron.  No sé dónde dice Fernando Savater (¿quizá en La infancia recuperada?) que un libro le gusta no cuando le llega al corazón, sino cuando le recorre la médula espinal. A esa sensación física me refiero cuando me pregunto sobre qué es un lector. ¿Será la intuición de lo escrito? ¿El canal vivo donde la literatura es un pensamiento redivivo? Quisiera intentar, con esta recomendación de lectura, revivir algún momento de mi lectura de La Peste de Albert Camus: se me ocurre que lo más parecido al tránsito neuronal por la médula espinal pudiera ser un poema:

Lectura de Camus

Si la vida fuese como esas bolas de cristal
donde nieva silencio
sobre una Vespino blanca
a ritmo acuático de Beatles,
sería hermoso ser un dios agitador.

Mas la Peste
no gusta de zarandear
bellas esferas adormecidas
donde diminutos puntos
se van posando en el fondo
con la levedad del mármol tallado.

Más bien se complace
en aunar una vida a su ruido
a fin de que un alma
se reconozca solamente
por el chirrido de su gozne.

Por eso es hermoso ser un hombre,
saberse completamente equivocado,
haber vivido en Orán y tener en una tinaja
la posibilidad de hacer con la vida
un destino transparente como una esperanza
o como una de esas bolas de cristal.

9 de diciembre de 2010

De bares

Nunca hubo mucha vida en los palacios. Es en los bares donde bulle este país, donde se muestra con sus grandezas (el humor, las discusiones sobre fútbol, las tapas) y sus miserias (...). Sobre todo en esos bares de las barriadas, de las poblaciones periféricas a las grandes ciudades.

Quinto, tapa. Quinto-tapa. Quinto tapa.

Diez de la noche de un miércoles cualquiera. Al abrirse la puerta del bar aparece una esplendorosa sonrisa bajo un bigote de 1900. Entre algún que otro diente, pronuncia con voz afable: “¡Qué jóvenes sois todos! ¿Cómo os va la vida? Jóvenes: ¿alegres, enamorados...?”

Casi nadie le mira, aunque todos sabemos que ha llegado. Su mirada profunda escruta las profundidades personales de los allí presentes. Se aproxima.

“Hola, compañero.”

Me extiende la mano para entrechocarla mientras mira el paquete de tabaco que había dejado sobre la barra. La estrecha como hacen los buenos, los viejos amigos, aunque jamás lo había visto antes.

“Tírate una cerveza”, osa aventurarse.

El hombre que se hace llamar Jetro es delgado, alto y tuvo una complexión atlética. Frisa la edad de... bueno, me resulta dificilísimo saber los años que han cumplido los que tienen más vida que yo... Pero recuerda a un conocido hidalgo.

Quinto tapa. Quintotapa.

Tras la barra, una mujer añeja de rubio conseguido y una joven china no acaban de aprobar la visita. De este lado, en taburetes, de pie o en los grupos congregados alrededor de las mesas, más de veinte novelas encarnadas en otros tantos seres humanos cohabitan con un partido de Champions League.
Quinto; tapa.

“Tírate una cerveza, joven, que mañana te invito yo.”

El Profesor, que es como se le conoce en el barrio, viste un traje azul que estuvo muy de moda en 1967 y lleva bajo el brazo un diccionario enciclopédico (de la misma época) del que sobresalen algunos folios incrustados, dejando entrever el final de unas líneas garabateadas, que antaño tuvieron forma, estilo y significado.

“Una cervecita, hombre, que vengo reventao.”

Su corbata es de colores muy vistosos, verdes, amarillos y azules chillones. Aunque no le combina con el traje y la lleva mal anudada, le da la dignidad de un ministro.

“¡Tírate una cerveza!”, repite.

Y por fin, el Profesor advierte que nadie va a invitarle hoy. Con la sabiduría que permanece por encima de la ebriedad, confirma, niega.

“Sí, no anda muy bien la cosa.”

Y el Profesor sale del bar con mejor planta que un torero, clavando los talones como el que va a recibir el premio Nobel y, antes de atravesar la puerta, nos espeta: “Ha sido un placer volver a veros.”

Porque, para el Profesor, hablar, saludar, mirar, es siempre tener la suerte de volver a hacerlo. Aunque sea la primera vez.