29 de abril de 2011

JOE


Teresa Esmatges
Tengo la memoria intacta para el olor del mar, el rumor del viento caliente o la gris humedad sobre mis huesos. Me basta con cerrar los ojos, que es como abrirlos, y todo vive todavía. Lo que quiero está conmigo y respiro con calma.
Puedo notar en mis muslos la tibieza que desprende mi gato dormido y en la mejilla la lengua ansiosa de mi perro.
Puedo sentir a mi lado la calidez de los cuerpos que un día fueron amados, que colmaron de gozo mi piel y la llenaron de nombres.
Puedo saborear el gusto dulzón o amargo de antiguos besos y diferenciar los ardores de cada una de sus bocas.
Puedo sumergir mis pies en el agua fresca de un río y percibir el delicioso escalofrío que me hace ser naturaleza.
Sin abrir los ojos puedo mirar la noche, respirando sus estrellas y oir la suave melodía de una guitarra amiga e imperfecta. La música fluye desde dentro y dejo que me proteja.
Poco a poco se hace menos importante lo que alguna vez debió haber sido decisivo. He dejado de preguntarme. Alguna vez quise saber dónde estaba y quién era, después cuánto me quedaba y finalmente cuándo empezó todo.
Oigo a alguien que me pregunta cómo estoy y yo, abatido, encogido y con lágrimas en los ojos no puedo recordar la palabra exacta para expresar cómo me siento en su mundo. Forma parte del vocabulario de todas esas personas con nombre y apellidos a las no puedo reconocer ni nombrar. Es la otra realidad, la de los ojos abiertos, la del viejecito pacífico en una extrañísima silla con ruedas, al que lo visitan personas sonrientes y movedizas que le hablan con cariñosa agresividad, hijos o nietos tal vez. Tienen su risa, su música, sus problemas. Tampoco saben lo que quieren, pero aún no se han enterado.






14 de abril de 2011

Releer El maestro y Margarita




Fernando Bravo
Dicen nuestros mayores que a partir de cierto momento ya no se lee, sino que se relee. Sabia consideración no carente de razón; a veces esta afirmación es literal –leí con 15 años El Quijote y vuelvo a leerlo con 35– o más metafórica –toda historia de amor trágico es, en cierta medida, Romeo y Julieta, o todo viaje nos lleva a Homero, por lo que uno tiene la sensación de no leer nada nuevo sino variaciones del mismo tema–. Las variaciones no son, por supuesto, la misma obra, aunque la sensación de déjà vu o déjà lu nos acompaña silenciosa pero pertinazmente. Sea como sea, a mí todo esto me produce otra sensación: cuando releo pienso aquello de “ya estoy en la época de mi vida en que releo”, y en entonces me entra un ataque de vejez, siento como las canas afloran a ojos vista, como se me arruga la piel alrededor de los ojos como en alguna de las escenas de La máquina del tiempo y como vienen a mis labios frases lapidarias del tipo “no somos nadie”, “la vida son cuatro días” y otras verbalizaciones atolondradas de la evidencia del paso del tiempo.
Pero no todo puede ser malo: al contrario. Así, el otro día me encontré releyendo un clásico de la literatura rusa (entonces soviética). Se trata de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, en traducción de Amaya Lacasa, obra maestra (sin miedo a abusar de este sintagma) que aunque totalmente anclada en la sociedad soviética de los años stalinistas, mantiene una vigencia y una universalidad abrumadora.
La historia: un día el diablo aparece en Moscú y la ciudad se ve arrasada por las travesuras del gamberro más universal de todos los tiempos, que llega con sus amiguetes para imponer un poco de justicia, algo que se adelanta en el motto de la novela: “―Aún así, dime quién eres. ―Una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que siempre practica el bien” (del Fausto de Goethe). Se trata de una novela por momentos hilarante que nos habla del bien y del mal, de la belleza, de las intrigas palaciegas, del absurdo del poder totalitario, de una sociedad enquistada en el absurdo y la paranoia y de una bella historia de amor, el sortilegio mágico capaz de curar la peor de las locuras.
No es de extrañar que la crítica mordaz que desarrolla el amigo Bulgákov le mereciese la censura del régimen y no pocos problemas, algo que por desgracia no ha desaparecido con el paso del tiempo; baste recordar a Salman Rushdie, Adonis (Alí Ahmad Said Asbar), Gao Xingjian o incluso autores como Roberto Saviano o Noam Chomski, a quien parte del establishment se empeña en hacer pasar por tonto para intentar ocultar o desacreditar sus lacerantes críticas. A todos ellos, el poder, sea el de los gobiernos autoritarios, las religiones intolerantes o las mafias, les ha brindado el honor de ser autores molestos y por tanto no recomendables, por lo que pesa sobre ellos la fetua, el peso del exilio, la amenaza de muerte más ramplona y sicaria o la tergiversación de su figura para que los inocentes oídos de los lectores no se intoxiquen con sus ideas. El destino de Bulgákov fue así, pero aún más absurdo: no le dejaron salir, pero tampoco publicar, le permitían ensayar sus obras de teatro para, un día antes del estreno, cancelarlas, no respondían a sus cartas aunque le daban falsas esperanzas. Podemos suponer que el diablo que apareció en Moscú encarnaba los deseos del propio Mijaíl Afanasiévich Bulgákov de ajustar cuentas y poner cordura en un mundo de locos borrachos de utopía. Por desgracia, Bulgákov no tuvo oportunidad de ver publicada su obra en vida, aunque se convirtió en una de las obras más leídas en la URSS/Rusia y todo el Este de Europa. Como en un caso de justicia divina –la misma que aparece en las páginas del libro–, la belleza prevalece y hoy día El maestro y Margarita goza de una encomiable salud y el régimen soviético donde nació esta obra ha muerto. Leed –o releed– y gozad.


5 de abril de 2011

Malesherbes

En Dulces prendas, a 12 de marzo de 2011

Monsieur Chrétien-Guilleaume Lamoignon de Malesherbes,

supe de usted hace ya algunos años. Leí una glosa que de su figura hacía un filósofo que quizá no conozca, Fernando Savater, en un libro que me permito la petulancia de recomendar, Diccionario filosófico, publicado por Planeta el año 1995. Allí se ensalzaba su callado trabajo en pro de la edición de la Encyclopédie de Denis Diderot. De esta lectura, en la que tuve la suerte de conocerle, hace ya diez años. Aprendí en ella que su tarea se pareció más a la de Penélope que a la del rutilante Aquiles. Porque fue usted quien, desde su cargo de Censor-Jefe, posibilitó que viera la luz una de las obras fundamentales en el desarrollo intelectual de Occidente, deshilando las intrigas de los jesuitas, pretendientes de una Enciclopedia ya trazada y llamada a ser la gloria de Francia y de la modernidad.

Como le decía, hace años que no sabía nada de usted. Pero recientemente un amigo de su causa ─ qué alegría los libros que vienen de los amigos ─ me recomendó Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales, escrito por Philipp Blom y editado por Anagrama, donde he vuelto a reencontrarlo. El libro historia con detalle (el primer volumen de la Enciclopedia costó lo que la producción anual de ochenta granjas) y buen humor (los chinos son los campeones del enciclopedismo con títulos tan sugerentes como Capullos y flores del jardín de la literatura, libro que requeriría una reedición actualizada en la que no deben faltar los capullos y las flores de Intereconomía) el pulso y la sangre de su país y le revela como la clave de que Monsieur Diderot, ese titán de las letras, se saliera con la suya.

He sabido también en este delicioso libro que fue usted asesinado el 22 de abril de 1794. También se creyó necesario guillotinar a su hija y a su nieta. Ya ve, a aquellos que se imbuyeron del espíritu de la Enciclopedia que usted contribuyó a preservar no les tembló el pulso y no comprendieron su gran aportación a la Europa moderna, a saber, que si se impone a toda costa la razón de Estado queda herido de muerte el estado de la razón. Su importancia reside, señor Malesherbes, en que usted era el Estado.

Sólo le pido ─ perdóneme lo enfático, pero me cuesta escribir de otra manera ─ desde esta distancia ilusoria que es el tiempo, ya que en el espacio le siento tan cerca, que no descanse en paz. Regrese, como los ríos a su querencia, crecidos, señoreando las cuencas que le pertenecen. Regrese sin las estridencias del metal bruñido, como la gota de agua, una, irrefrenable, continua y necesaria, que será, al fin, la razón.

Enrique López Hijano