26 de enero de 2011

Silencio en la sala

Antonio Funes
El principio de la noche fue muy prometedor: la mejor compañía posible, cena de jamón ibérico y queso brie con mermelada de frambuesas… y al cine para ver una de Eastwood (indudable merecedor de una futura prenda). En taquilla, pagamos 7,5 euros por la entrada, -cumpliendo religiosamente con el merecido pago de la propiedad intelectual, el IVA, los derechos de autor, la mantequilla para las apestosas palomitas, etc.

Tomamos asiento en la parte central de la fila 5 y, expectantes, esperamos el inicio de la película. Empieza la proyección, empieza la magia, empieza el problema. Tras una vaporosa neblina creo reconocer el rostro de Jeff Bridges. Me quito las gafas y las reviso para constatar que no me estoy quedando ciego. ¡Menos mal! Es la película que está desenfocada.

Como todavía estamos en los anuncios, me levanto raudo y veloz para advertir al personal del cine. “Tranquilo” me dicen, “cuando empieza la película se arregla un poco”. A mí, eso del “poco” me inquieta, pero, obediente, vuelvo a mi sitio.

El “poco” resultó ser el nebuloso Londres decimonónico recubierto de una espesa capa de humo fabril. Indignado, busco en mi memoria referentes literarios en los que apoyarme para afrontar la incómoda situación: don Quijote, Ignatius J. Reilly y el marqués de Sade. Por motivos obvios descarto a este último y me centro en la ejecución de la protesta. Primero, un espeluznante silbido de cabrero armenio; segundo, unas estrepitosas palmadas de foca circense.

A mi espalda silencio. “Está desenfocada ¿no?” pregunto al resto de público. De nuevo silencio. (Tal vez están aterrados por la abrupta aparición de un loco en la sala y temen por su vida, o tal vez adoptan esa actitud positiva de lechuguino lector de libros de autoayuda que afronta cualquier problema real con el coraje de un Teletubi).

Propongo a mi pareja-cómplice que abandonemos la sala. Me sigue fiel y ligeramente avergonzada. Los mal pagados y peor vestidos trabajadores del cine reconocen que la óptica del proyector está defectuosa, nos devuelven el dinero y nos confiesan que el problema persiste porque muy poca gente reclama formalmente. Rellenamos las pertinentes reclamaciones.

De camino a otro cine me noto furioso y tengo una visión: trabajaré hasta los 67, me volverán a recortar el sueldo, pagaré por ir al médico, me multarán por respirar… Mientras, la vida se proyecta desenfocada ante un indiferente y silencioso público de cabezas oscuras que sacia su apetito con bidones de palomitas. ¡Que aproveche!

13 de enero de 2011

La espina y su rosa

A veces una canción se hace con uno en cuanto la oye. A menudo esa melodía, esa letra, se apodera tanto de nuestra mente que no podemos dejar de escucharla, de recordarla, de tararearla. Incluso, en alguna ocasión, canta lo que no seríamos capaces de confesar. “Elephant” es una de esas canciones.



En sus composiciones, Damien Rice nos susurraba sensaciones intuidas o recordadas, o pesadillas del sentimiento que se acaban materializando. Solían plantear una escena, un movimiento del alma, el instante de una emoción. Y al final, en el último verso, quizás incluso después de que la música terminase, corregían todo lo dicho, nos sorprendían con una antítesis que desmontaba todo lo anterior, o corroboraban lo cantado con un último desgarro, o abrían una puerta a la esperanza.

La mujer de su ensueño solía acompañarlo con la voz. Pero un día ella decidió echar alas y emprender su propio vuelo en lo profesional... y en lo personal. Hace unos tres años que Damien Rice entró en el infierno de una separación. Solo, sin guía, a diferencia de Dante, aún no sabe si está dispuesto a salir de allí. Nos dejó tres discos imprescindibles: O, B-sides y 9, este último del año 2006, además de una serie de directos como At Fingerprints o From The Union Chapel. Desde entonces, a excepción de alguna canción suelta para discos recopilatorios con fines benéficos, ha quedado mudo.

De Lisa Hannigan es imposible no enamorarse a primera vista, a primera escucha, a la primera caricia de su voz en nuestra espina dorsal. Aúna la ternura de Tanita Tikaram, la aparente inocencia de Suzanne Vega, la sencillez de Edie Brickell. En 2008 extrajo su primer disco en solitario, Sea Sew, un compendio de diez canciones aptas para seres vivos de 0 a 99 años. Y es que Lisa Hannigan pinta con dulzura las profundidades de una mujer despierta. Para encajar con ella, sin trampa ni cartón, sólo hay que escuchiver “I Don’t Know”.



Por el cielo cruzó una rosa. “Buscaba otra cosa”.

4 de enero de 2011

Tiempo, amor, aprendizaje

Antonio G. Funes
Hay lugares que son como esas viejas cajas que guardamos en los trasteros. A ellos volvemos de vez en cuando para asegurarnos de que nuestras antiguas pertenencias –a menudo inútiles- están a buen recaudo; de que nuestra vida, de alguna manera, sigue estando a salvo y ordenada.

Allí reencontramos el exceso de vida que no podemos acarrear siempre. Redescubrimos lo que hemos aprendido, lo que hemos amado y lo que hemos perdido.

El Valle de la Pineta es para mí un cajón de recuerdos. Siempre la misma fotografía en un vano intento de detener el tiempo. Me reconforta la inmovilidad del paisaje que solo presenta sutiles variaciones de luz y temperatura. Para la montaña, mi presencia es tan efímera como la de un copo de nieve o un haz de luz solar. Para mí, la montaña es una eternidad en la que yo, al menos, he sido un instante.



1 de enero de 2011

Vacíos singulares

Josep Martínez
Cuando uno es profesor, y especialmente de ciencias, debe acostumbrarse a que los alumnos le pregunten a menudo “¿Profe, crees en Dios?” En parte no comprendo su interés. Si no obedecen cuando les mandas sentarse, o faltan a tus clases para estudiar para otras materias, no entiendo que pretendan seguir lo que yo crea o deje de creer. Es más, me empecino en desmitificar el carácter dogmático de la ciencia para que no crean sin más. Suelo hablarles de Einstein, de Planck… ejemplos de que hay que separar ciencia y religión lo cual no significa negarla. Si insisten “ya, pero no has contestado a la pregunta” les suelo responder “hay vacíos que no se pueden llenar con puntos”.

Todo se remonta al caso de un alumno, que hace años andaba dándole vueltas al punto. “Profe, un punto debería ser materia, porque materia es todo aquello que ocupa un lugar en el espacio”. A lo que yo le respondí que un punto no ocupa lugar, es adimensional. “Pero entonces, un punto es como los fotones. No tienen masa, pero son algo”. Y le dije que sí, los fotones son algo. Son partículas, que tienen una longitud de onda asociada, y una energía característica, aunque no tengan masa. Él insistió “¿Pero entonces cómo puede existir un punto, si no tiene masa, ni dimensiones, ni ninguna característica física asociada?”

Yo le respondí, aunque no sé si con mucho acierto, que un punto existe y no existe. “Un punto no es nada en tanto que no tenga un sistema de referencia, no indique una posición, no se referencie a otro punto. Un punto existe por necesidad, porque es una nada a partir de la que podemos construir cosas que sí existen. Por ejemplo un segmento. Un punto es una nada según tu manera de entender, a partir de la que podemos construirlo todo.  Un punto es una entelequia”. Y se fue cabizbajo. No sé si poco convencido, decepcionado, o ambas cosas.

Mi recomendación va para El conocimiento del mundo físico, de Max Planck. Especialmente los ensayos XVI (Ciencia y fe) y XXI (Ciencia y religión). Grandiosos y atemporales. En gran parte podrían haber sido escritos hoy mismo.
Max Karl Ernst Ludwig Planck