15 de noviembre de 2010

En estos días de Miguel Hernández, un recuerdo a Simone Weil

Enrique López Hijano
 Si quieres saber qué es un héroe griego, lee a Miguel Hernández, que soñó con ser campesino como Ulises soñó con engañar a Palamedes, o a Simone Weil, obrera en su quehacer y mística en su ensimismamiento, como Casandra con los ojos llenos de lágrimas encendidas de Troya (agradezco a Laura Conesa la imagen).
   
Lee Hijo de la luz y de la sombra y creerás estar leyendo a un Hesíodo renacido, creerás estar asistiendo a la fundación del lenguaje, concebido por primera vez para expresar la potencia esencial del primer encuentro amoroso. La naturaleza arroyando a dos cuerpos, confundiéndolos en un solo río: Urano y Gea unidos en su cosmos erótico.

Lo más sobrecogedor de este tríptico, de este poema en tres tiempos, es la sensación acuciante de que las palabras convocadas lo han sido por primera vez: nunca fueron antes pensadas por nadie, nunca enunciadas, nunca pronunciadas. Son, en suma, sagradas. El poema, la celebración, las ha propiciado. Lo dicho por primera vez, si se repite, se convierte en rito. Miguel Hernández es, por tanto, el héroe del amor porque es capaz de llevar el amor a cuestas a través de una vida que es un hermoso penar tan moribundo.
   
Lee La fuente griega. Asistirás a una lectura conmovedora donde el ser más desvalido de la tierra, la enferma Weil, eleva su razón y atiza al dolor entero de la humanidad y lo carga a su espaldas.  Para Weil no hay distancias entre el Cristianismo y la tragedia griega porque comparten cometido: salvar la dignidad del hombre de la fuerza que reduce al hombre a objeto.
   
Cuando pienso en Weil y Hernández no puedo dejar de recordar que  hay un héroe que, como ellos, perdió todas las tristes guerras y que, al final, supo en qué guerra merecía la pena ofrecer resistencia. Me refiero a Filoctetes, quien, abandonado por los grandes de Grecia camino de Troya porque el olor de su herida era nauseabundo e insoportable, soportó la ignominia de verse excluido de la comunidad de los suyos hasta el punto de que, cuando pudo, ya no quiso renunciar a su pestilente herida. Sencillamente su irrenunciable ejemplo recordaba a los demás hasta qué punto el hombre sólo lo es en la medida en que se respeta su dignidad. Eso es lo que enseñan Weil con su compasión, Hernández con su amor y Filoctetes con su herida.      
     

2 comentarios:

  1. Impresionante, Enrique. Seguramente fue la fuerza de héroe griego y la intransigencia las que llevaron a Weil a la búsqueda incansable de la pureza intelectual, a vaciar su alma para dejar que entrara en ella la realidad del absoluto espiritual.
    Me ha conmovido que te acordaras de ese pequeño detalle, gracias.

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  2. Aunque ya hablamos de esto en cierta noche de pesebre japonés, como tú la llamaste, me siento obligado a comentarlo aquí...
    Querido Enrique, mi paisano Miguel Hernández jamás quiso ser campesino. Fue un pastor que soñó con ser poeta.
    Y, como sabes mejor que yo, esto no es cuestión baladí, sino de género. No podemos hablar de las Geórgicas, sino que estamos en las verdaderas Bucólicas, bastante más miserables y menesterosas que las de Virgilio. Miguel llevaba alpargatas, se ajustaba el pantalón con un cordel y soportaba las broncas de su padre cuando lo cogía leyendo a deshoras. Miguel olía a cabra (así lo notó Lorca, que apenas le dejó mostrar mucho más). Y leía y escribía junto a su limonero, bajo su higuera, en el huerto real (del que ya te envié fotos) de su casa que sigue hallándose tras el recinto donde guardaba su padre el ganado que él tantas veces tuvo que sacar, en la parte trasera de la humilde casa de sus padres, bajo el monte al que se encaramaba y desde el que contempló y eternizó su mundo...
    Rescatemos de "A todos los oriolanos" aquellas sinceras asonancias de un adolescente en proceso de formación: "se despide de vosotros (...)/ este pastor a quien viene / a soltar cuatro guantadas / un huertano porque están / en un sembrado sus cabras". M.H.
    PAP

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Gracias por tu dulce comentario, prenda.