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Enrique López Hijano |
Si quieres saber qué es un héroe griego, lee a Miguel Hernández, que soñó con ser campesino como Ulises soñó con engañar a Palamedes, o a Simone Weil, obrera en su quehacer y mística en su ensimismamiento, como Casandra con los ojos llenos de lágrimas encendidas de Troya (agradezco a Laura Conesa la imagen).
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Hijo de la luz y de la sombra y creerás estar leyendo a un Hesíodo renacido, creerás estar asistiendo a la fundación del lenguaje, concebido por primera vez para expresar la potencia esencial del primer encuentro amoroso. La naturaleza arroyando a dos cuerpos, confundiéndolos en un solo río: Urano y Gea unidos en su cosmos erótico.
Lo más sobrecogedor de este tríptico, de este poema en tres tiempos, es la sensación acuciante de que las palabras convocadas lo han sido por primera vez: nunca fueron antes pensadas por nadie, nunca enunciadas, nunca pronunciadas. Son, en suma, sagradas. El poema, la celebración, las ha propiciado. Lo dicho por primera vez, si se repite, se convierte en rito. Miguel Hernández es, por tanto, el héroe del amor porque es capaz de llevar el amor a cuestas a través de una vida que es un hermoso penar tan moribundo.
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La fuente griega. Asistirás a una lectura conmovedora donde el ser más desvalido de la tierra, la enferma Weil, eleva su razón y atiza al dolor entero de la humanidad y lo carga a su espaldas. Para Weil no hay distancias entre el Cristianismo y la tragedia griega porque comparten cometido: salvar la dignidad del hombre de la fuerza que reduce al hombre a objeto.
Cuando pienso en Weil y Hernández no puedo dejar de recordar que hay un héroe que, como ellos, perdió todas las tristes guerras y que, al final, supo en qué guerra merecía la pena ofrecer resistencia. Me refiero a Filoctetes, quien, abandonado por los grandes de Grecia camino de Troya porque el olor de su herida era nauseabundo e insoportable, soportó la ignominia de verse excluido de la comunidad de los suyos hasta el punto de que, cuando pudo, ya no quiso renunciar a su pestilente herida. Sencillamente su irrenunciable ejemplo recordaba a los demás hasta qué punto el hombre sólo lo es en la medida en que se respeta su dignidad. Eso es lo que enseñan Weil con su compasión, Hernández con su amor y Filoctetes con su herida.